jueves, 16 de julio de 2009
Alimentando mi teleadicción
martes, 14 de julio de 2009
El imitador
He profesado amor a la palabra
desde que a los trece años halle una
carta sencilla y pura en mi mochila.
El ardor contenido en la misiva
era tan emotivo, permitía
oír el palpitar de la chiquilla
y su pequeña letra me entregaba
una caricia plena y espaciada.
Mi decisión de rechazar
el asilo termal de su cariño
me alejo de los hilos
de aquella tejedora de amuletos,
lingüísticos pertrechos,
desde los que atacaba mi templanza.
Mas, en la caja fuerte de mi almohada,
conserve aquella carta,
y aspire tantas veces con los ojos
el perfumado tono de la tinta,
que decidí emular aquel muestrario
de invocaciones tiernas y concisas.
Muy poco he mejorado desde entonces,
porque la vocación no es disciplina,
y la intención es vana sin talento.
Explicar lo escaso de mis logros
es acercar los ojos a las noches
que revelan el hilo de la sombra.
El poema, de repente, cobra vida,
respira, llora, juega y es mi sueño.
A veces he jurado abandonarlo,
hacer mi vida lejos,
lejos de sus alcances y potencias,
donde enfermo de cotidianidad pueda abolir
la distorsión de formas que ha puesto en mis sentidos.
Pero el poema, como un conocido ineludible,
sale de los rincones improbables,
es Eva en todas partes y el perfume
que exhala a todas horas es el mismo
de las invocaciones tiernas y concisas
hechas por una niña que aun vive en mi memoria.
Entonces me pregunto
si es verdad el amor
que digo profesar a la palabra,
o lo que escribo desde los trece años,
todos mis escritos lastimeros,
son respuestas febriles a una carta que nunca respondí.
viernes, 10 de julio de 2009
El fin
Y entonces miré el cielo, abierto, desgarrado
como un reflejo exacto de la herida en mi pecho.
A pesar de la fiebre sujetada a mi frente con clavos y alfileres
mis brazos se extendieron con una fuerza acaso
menor que la de un niño, para intentar unir
la bóveda violada que empezaba a caerse
como si un mar entero fuera despedazado.
Pero mi fuerza, acaso menor que la de un niño, terminó por ceder,
primero, unos centímetros, luego, vastos kilómetros del firmamento sólido
y lloré.
Lloré porque la noche entraba al mundo a través de aquel corte indefendible,
trastocándolo todo, convirtiendo a cada objeto en su sombra.
La noche, la noche absoluta había llegado
y sus hordas vestidas con un luto uniforme se expandieron por la llanura.
Sitiaron la ciudad, inundaron las calles, treparon por los muros
con la consigna de exterminar toda luz, todo color, que les saliera al paso.
En mi cuarto ya no había centinela,
13 horas antes, la única lámpara se había cansado de quemar carburo.
Un desvanecimiento me hizo cerrar los ojos
y al abrirlos ya estaba conmigo en aquel cuarto.
Era ella, profunda y sorda, la noche y sus acólitos:
el temor y el olvido.
Avanzó lentamente y su tacto en mis pies
produjo un frío distinto, más firme y doloroso, que el de la enfermedad.
Tras devorar mis piernas y sepultar mi vientre
se detuvo en el pecho, examinó la herida y se adentró en mi cuerpo
la sangre que en mi interior ardía se enfriaba poco a poco.
Tomó mi cuello y comenzó a asfixiarme.
Luego, al fijar su mirada infinita en mis pupilas
destruyó las paredes de aquel cuarto y a la ciudad y al mundo que había afuera.
En aquella implosión del universo hubo un instante en que la noche fue vencida.
Algunos fragmentos del cielo demolido recobraron su brillo.
como el recuerdo infantil de una tarde que dio sentido a mi existencia.
Me dormí bajo el farol hipnótico y sereno de una luna sin párpado
Luego, vino el infierno, despertar a un futuro donde ya me esperaba
la mujer que al hallarme sin voz para nombrarla
cerró mis ojos, me dio un beso en la frente y se fue para siempre.
jueves, 9 de julio de 2009
Imagenes funestas
El tren aúlla a lo lejos,
con sus cargas oscuras,
con su paso inclemente.
La noche en la ventana,
un árbol la sostiene,
sus hojas se estremecen,
el viento frío las daña.
A la izquierda, debajo
de la noche y del árbol,
la luz de un arbotante
desgarra un par de sombras.
Los segundos no existen,
todos ellos han muerto
y con ellos se fueron
los minutos, las horas,
la esperanza del alba.
No hay cielo azul.
La risa de la nube se ha esfumado.
¿Quién puede, si no hay luna
señalar con un dedo
la tumba rocosa que ahora ocupa
el cielo protector?
Hay dos ruidos siniestros
en la habitación llana:
uno entra de la calle,
otro sale del pecho.
El primero se mueve
como animal herido,
el segundo se muere
de la forma en que el eco
se funde con la nada.
La noche es absoluta,
la luna no aparece
y el alma, siempre el alma
es la parte del cuerpo
que no sana y más duele.