jueves, 16 de julio de 2009

Alimentando mi teleadicción

Con la relajación de estar al margen de cualquier actividad laboral, solamente comprometido con un curso de verano acompañado de jóvenes estudiantes de comunicación, me he dedicado a aumentar mi filmoteca y creo que no lo hago mal. Apenas el fin de semana vi el último capítulo de Twin Peaks, serie de tv creada por David Lynch, que tiene varios momentos memorables para alimentar la voracidad de un teleadicto, de un aprendiz de cinefilo. Debo confesar que el ánimo decayó luego de que se resuelve la identidad del asesino de Laura Palmer, pero, no por eso, la serie deja de estar por encima de muchas otras intentonas de entretenimiento televisivo.
Ahora mi cometido es ver la serie del danés Lars von Trier, The Kingdom, Hay una versión estadounidense, pero no hay nada como lo original. Si von Trier no fuera el director de películas como Dogville o Europa, seguramente la vería de todos modos, después de todo el terror es mi género favorito en cine y literatura, gracias a aquellas noches de la infancia en las que la máscara de Michael Myers o los zombies de Romero, despojaron a mis párpados de su capacidad de cerrarse.

martes, 14 de julio de 2009

El imitador

He profesado amor a la palabra

desde que a los trece años halle una

carta sencilla y pura en mi mochila.

El ardor contenido en la misiva

era tan emotivo, permitía

oír el palpitar de la chiquilla

y su pequeña letra me entregaba

una caricia plena y espaciada.

Mi decisión de rechazar

el asilo termal de su cariño

me alejo de los hilos

de aquella tejedora de amuletos,

lingüísticos pertrechos,

desde los que atacaba mi templanza.

Mas, en la caja fuerte de mi almohada,

conserve aquella carta,

y aspire tantas veces con los ojos

el perfumado tono de la tinta,

que decidí emular aquel muestrario

de invocaciones tiernas y concisas.

Muy poco he mejorado desde entonces,

porque la vocación no es disciplina,

y la intención es vana sin talento.

Explicar lo escaso de mis logros

es acercar los ojos a las noches

que revelan el hilo de la sombra.

El poema, de repente, cobra vida,

respira, llora, juega y es mi sueño.

A veces he jurado abandonarlo,

hacer mi vida lejos,

lejos de sus alcances y potencias,

donde enfermo de cotidianidad pueda abolir

la distorsión de formas que ha puesto en mis sentidos.

Pero el poema, como un conocido ineludible,

sale de los rincones improbables,

es Eva en todas partes y el perfume

que exhala a todas horas es el mismo

de las invocaciones tiernas y concisas

hechas por una niña que aun vive en mi memoria.

Entonces me pregunto

si es verdad el amor

que digo profesar a la palabra,

o lo que escribo desde los trece años,

todos mis escritos lastimeros,

son respuestas febriles a una carta que nunca respondí.

viernes, 10 de julio de 2009

El fin

Y entonces miré el cielo, abierto, desgarrado

como un reflejo exacto de la herida en mi pecho.

A pesar de la fiebre sujetada a mi frente con clavos y alfileres

mis brazos se extendieron con una fuerza acaso

menor que la de un niño, para intentar unir

la bóveda violada que empezaba a caerse

como si un mar entero fuera despedazado.

Pero mi fuerza, acaso menor que la de un niño, terminó por ceder,

primero, unos centímetros, luego, vastos kilómetros del firmamento sólido

y lloré.

Lloré porque la noche entraba al mundo a través de aquel corte indefendible,

trastocándolo todo, convirtiendo a cada objeto en su sombra.

La noche, la noche absoluta había llegado

y sus hordas vestidas con un luto uniforme se expandieron por la llanura.

Sitiaron la ciudad, inundaron las calles, treparon por los muros

con la consigna de exterminar toda luz, todo color, que les saliera al paso.

En mi cuarto ya no había centinela,

13 horas antes, la única lámpara se había cansado de quemar carburo.

Un desvanecimiento me hizo cerrar los ojos

y al abrirlos ya estaba conmigo en aquel cuarto.

Era ella, profunda y sorda, la noche y sus acólitos:

el temor y el olvido.

Avanzó lentamente y su tacto en mis pies

produjo un frío distinto, más firme y doloroso, que el de la enfermedad.

Tras devorar mis piernas y sepultar mi vientre

se detuvo en el pecho, examinó la herida y se adentró en mi cuerpo

la sangre que en mi interior ardía se enfriaba poco a poco.

Tomó mi cuello y comenzó a asfixiarme.

Luego, al fijar su mirada infinita en mis pupilas

destruyó las paredes de aquel cuarto y a la ciudad y al mundo que había afuera.

En aquella implosión del universo hubo un instante en que la noche fue vencida.

Algunos fragmentos del cielo demolido recobraron su brillo.

como el recuerdo infantil de una tarde que dio sentido a mi existencia.

Me dormí bajo el farol hipnótico y sereno de una luna sin párpado

Luego, vino el infierno, despertar a un futuro donde ya me esperaba

la mujer que al hallarme sin voz para nombrarla

cerró mis ojos, me dio un beso en la frente y se fue para siempre.

jueves, 9 de julio de 2009

Imagenes funestas


El tren aúlla a lo lejos,

con sus cargas oscuras,

con su paso inclemente.

La noche en la ventana,

un árbol la sostiene,

sus hojas se estremecen,

el viento frío las daña.

A la izquierda, debajo

de la noche y del árbol,

la luz de un arbotante

desgarra un par de sombras.

Los segundos no existen,

todos ellos han muerto

y con ellos se fueron

los minutos, las horas,

la esperanza del alba.

No hay cielo azul.

La risa de la nube se ha esfumado.

¿Quién puede, si no hay luna

señalar con un dedo

la tumba rocosa que ahora ocupa

el cielo protector?

Hay dos ruidos siniestros

en la habitación llana:

uno entra de la calle,

otro sale del pecho.

El primero se mueve

como animal herido,

el segundo se muere

de la forma en que el eco

se funde con la nada.

La noche es absoluta,

la luna no aparece

y el alma, siempre el alma

es la parte del cuerpo

que no sana y más duele.