domingo, 21 de febrero de 2010

Con el enemigo en casa

Juan Pablo Santiago contagió a Lacerda y entre ambos consintieron cuando no fabricaron las opciones del visitante. Guerreros y Estudiantes repartieron puntos.

Ludueña, Rodríguez y Morales, anotaron por los Guerreros. Rangel, Cejas y Leaño hicieron los goles del conjunto zapopano.

Torreón

Hay cosas que se le indigestan al Santos, como la nula convocatoria de sus jugadores a la selección o el TSM que no se llena. Este domingo, el Tecos, ahora convertido en Estudiantes, fue parte de esa lista. Luego de la actitud perdonavidas de la directiva y su acuerdo con la televisora para abrir la señal al populacho lagunero lo menos que podían hacer los verdiblancos era ofrecer un buen partido, y si hay algo que permite el espectáculo es un equipo dirigido por el “Piojo” Herrera, técnico que podría afirmar de modo jactancioso “no gano pero como me divierto”.
Los ingredientes especiales fueron la primera visita del “Pony” Ruiz a la nueva casa de los guerreros y las tres victorias consecutivas del Santos. Desde el primer minuto los dos equipos dejaron claras sus intenciones, tiros de Sambueza, Darwin y Morales hacían soñar con goles en los primeros minutos y así fue. Al minuto 12, “Hachita” Ludueña filtró un balón para Quintero que arrancó bien y se quitó con una facilidad pasmosa al arquero Rodríguez, antes de mandarla guardar. El colombiano la hizo ver tan fácil que al asistente no le quedó más remedio que levantar su bandera y marcar fuera de juego.
En la reanudación, el visitante se equivocó en la salida y Quintero jugó fácil, se la dio a Ludueña. El “Hachita” se esmera en demostrar que ha vuelto, y que no ha vuelto sólo sino que trae consigo futbol y buenos goles. Recibió el balón y lo primero que hizo fue tratar al defensa Jiménez como cono de entrenamiento, luego, ante la salida de Mario Rodríguez cruzó a segundo poste y lo demás fue celebrar. Un minuto después Daniel no quiso anotar el segundo.
Al minuto 20 el exsantista Elgabry Rangel sopló y sopló hasta derribar las defensas de paja y madera de los santistas. En 20 segundos el estudiante con pasado verdiblanco reventó el balón en el travesaño, cazó un recentro del Pony –que Oswaldo rebotó como una pared—, y se tiró de media tijera para mover las redes. Santiago y Lacerda fueron meros espectadores, Ruiz y Rangel, los gigantes del área.
En el segundo gol de los Tecos, Juan Pablo Santiago arregló un centro de Rafael Medina que intentaba cruzar a lo ancho el área santista. Con su desvío el central guerrero dejó a Mauro Cejas de frente al arco. El delantero aprovechó el regalo y otra vez Oswaldo se lanzó con fines meramente fotográficos. Así se fueron al descanso, el visitante arriba y Romano listo a quemar los cartuchos disponibles en la banca. En la segunda parte saltaron al campo Vuoso y lo que queda de Fernando Arce, jugador que, de recuperar su nivel, sería un buen fichaje en cualesquier partido.
Los visitantes compitieron lealmente, nunca enseñaron más de lo que había: “el Pony” y otra vez “el Pony”. Al 53, Rodrigo Ruiz aprovechó que Lacerda y Santiago recorrieron cuanto pudieron para dejarlo sólo. Recibió la bola en la mayor de las soledades que permite el fútbol, la del goleador frente al marco rival, cuando el portero es mero referente a la hora de arrinconar la bola, o sacar la gambeta o fusilar las redes. Entonces, Rodrigo se ofuscó. El hombre que siempre tiene soluciones para compartir con los demás, se quedó vacío a la hora de definir por su cuenta. “Regalos no quiero” pareció decir la pequeña maquina generadora de campeones de goleo.
Para hacer más heroico el regreso, la zaga santista permitió el ya tradicional gol en tiro de esquina. Juan Carlos Leaño superó a Lacerda en el primer poste y picó el remate que puso a Oswaldo a buscar topos. El silencio se hizo en el TSM y áreas circunvecinas.
Como Lacerda y Santiago se habían robado el espectáculo hasta ese momento, Leaño , inconforme con su rol secundario de goleador, derribó al “Lorito” Jiménez a la altura del manchón penal, y a Juan Pablo Rodriguez no le quedo más remedio que reducir la desventaja en el tanteador.
Al 69, Peralta, Vuoso y Ludueña dieron una lección de cómo se toca de primera. La rápida triangulación terminó con una defensa foránea mal colocada, las marcas perdidas, los delanteros sueltos, el centro del “Hachita” cayendo en cámara lenta y un Carlos María Morales que dijo: “de aquí soy”. El refuerzo santista la agarró de aire con esa zurda que de cuando en cuando le da a Rubén Omar Romano fuertes razones para mantenerla dentro del once titular. El balón salió hacia la red izquierda de la meta. El arquero Rodríguez vio que era imposible y ni para la foto sacó la estirada.
Luego del empate, los guerreros tuvieron dos cabezazos, uno de Vuoso y otro de Peralta, que pegó en el travesaño, pero el marcador ya no se movió. Con el silbatazo final, varias dudas flotaban en el ambiente. Quizá el Santos rescató un punto, quizá dejó escapar dos, quizá los Estudiantes se van molestos con el empate luego de ir ganando por dos anotaciones, quizá se van contentos con haber sumado. La única certeza es la siguiente: Eres grande “Pony”.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Es el amor

Este miércoles se realizó en el Icocult Laguna una lectura de poesía y similares en la que participaron Daniel Maldonado, Enrique Sada, Paulo Gaytán y un servidor, todos convocados por la institución lagunera, por no decir gomezpalatina, que responde al nombre de Jaime Muñoz Vargas, juez y parte de los procesos individuales a los que fue sometido el vocablo del que Borges huía. El siguiente es el texto presentado por este bloguero de afición, amigo de las erratas.

“Es el amor, tendré que ocultarme o que huir”

Jorge Luis Borges

Si alguien me preguntará ¿quieres amar? le diría que no. Si solamente se tratara de revolcarse como animales en el cuadrilátero de las llaves y caricias, aplicando hurracarranas y mordidas a destajo, órales, va. Amar no me apetece.

Si alguien me preguntará ¿has amado alguna vez? respondería con cierto pesar que sí. No me gusta deshojar la margarita del ya no la quiero es cierto pero cuanto la quise. El conjuro de la evocación revive a los muertos, llámense sentimientos, pasiones, fórmulas indescifrables del corazón.

¿Cómo sabes qué amas a una persona? Esa pregunta tiene varias aristas, y cada punta ofrece una respuesta distinta. Hay que explorar un poco en el por qué. Si hablamos de mi madre, cualquier artificio resulta insuficiente para dar una idea de la belleza de ese amor. Las palabras palidecen como piedras celestes que solamente reflejan la luz de un astro más alto y luminoso. Quizá sirva de algo la siguiente confesión: Escribir me convierte en un torpe egoísta, malhumorado eterno, y mala persona en lo general. El trance de la escritura llega a ser tan profundo que la mínima distracción me pone en un estado demencial cercano a la tentativa de homicidio. Sin embargo, cuando mi madre interrumpe el curso de las letras sobre la hoja, mi sed de venganza se transfigura en paciencia infinita, en tolerancia pura, y hasta sonrío ante sus dichos en apariencia intrascendentes como “ya está la comida”, “fíjate que me contaron”, o “búscate un trabajo”.

Los hermanos son otra debilidad y fortaleza de mi ánimo, pocas cosas me duelen como sus malestares y fracasos, pocas cosas me alegran como su éxito y prosperidad. Tengo tantos recuerdos que agradecerles y tan poca memoria para conservarlos íntegros que su sola presencia infunde en mi espíritu bienestar y seguridad. Nos une, además de la raíz consanguínea, ese proyecto de presente a largo plazo que es el cuidado mutuo.

La amistad como una de las formas del amor merece comentarios relajados porque la mayoría de las veces está contaminada de interés. He prestado dinero y no me han pagado, me han prestado dinero y sigo fingiendo lagunas mentales. Con el deudor del primer caso, y con el acreedor del segundo, el trato no ha variado a lo largo de los años. La valiosa lección extraída de tales circunstancias es “no hay fijón”. La amistad se demuestra y para ello, nada mejor que responder el teléfono a las tres de la mañana, y salir de casa con el atuendo de las grandes ocasiones, chanclas, short y camisa interior, al auxilio del amigo varado en algún oscuro rincón del periférico en compañía de la condicionante femenina que solicita extrema discreción. El signo de amistad aumenta su valor si vamos al rescate con la esperanza de encontrar en el camino un par de cables para pasar corriente.

La sabiduría popular expone: “Nunca falta un roto para un descosido”. Aunque esa unión de tipos desperfectos hace referencia al hallazgo de la pareja compatible con las fobias y manías de cada quien, no deja de sorprenderme que un trozo de naturaleza, un simple árbol fascine a una inteligencia humana al grado de que está acceda a cuidarlo, hidratarlo y hasta sea capaz de encadenarse a él para evitar que los dientes acerados del progreso lo reduzcan a ínfimo aserrín. La misma postura de asombro se manifiesta en los casos de animales endémicos y objetos como libros, especies en peligro de extinción por causales como el abuso o el desuso.

El amor a la vida suena tan cursi que su sola mención parece odiosa, pero en estos días en que privarse o ser privados de la existencia es resultado de circunstancias triviales como cruzar la calle en ámbar o atravesarse en el camino de un disparo, considero importante apreciar en una dimensión superlativa la suerte de estar vivos. Con tremenda sinceridad Paul Bowles asegura en El cielo protector que “nada de lo que se dice de la muerte, se parece a la presencia de la muerte”. Una verdad igual de contundente se revela en el sentido opuesto: “Nada de lo que se dice de la vida, se parece a la presencia de la vida”.

Con respecto al amor de los enamorados ya se ha escrito muchísima literatura a lo largo de todas las épocas y afortunadamente las cavernas del corazón siguen produciendo suficiente mineral edulcorado, amargo, puro y tóxico para deleitar el paladar de nuestras almas. Si un día le perdemos el gusto a ese alimento, que la mortaja se apiade de nosotros.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Los cautivos

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Rostro pétreo

Un hombre viejo es una biblioteca.

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Tierra somos

Reunión familiar sobre un montículo terroso.

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Sombra repetida

La sombra, eco de polvo, cacofonía visual.

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Redes sociales

Fuera de la web también hay telarañas sociales.

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Caída libre

Pesadilla frecuente, futuro probable.

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Considerando en frío

Que le odio con afecto y me es en suma indiferente.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Los camiones y otras montañas rusas (Segunda parte)

El camionero, entendido como chofer de ruta urbana en el aquí y ahora lagunero, es un hombre orgulloso de su poder. A bordo de su armatoste, anda siempre adelante, nunca se raja y sigue a cabalidad el precepto de “manejar ofensivamente”.
Una de sus características superlativas es la precisión al acometer espacios reducidos, imposibles para el conductor promedio como meterse entre dos camiones o cambiarse del carril de baja al de alta velocidad en medio de un tráfico feroz son el pan de cada giro del volante para esos especialistas del rebase por derecha. La sabiduría popular dicta: es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja cuando tiene pintada su carrocería con las marcas de ruta Norte, San Joaquín, Sur y el resto.
No basta con manejar un camión para ganarse el adjetivo de camionero. Los requisitos generales incluyen desarrollar una mirada desafiante, que no lea más allá de la portada de un reglamento de tránsito, que en las prohibiciones encuentre retos para el motor, el velocímetro y los frenos de la unidad, que aplique a cabalidad la ley de lo no permitido está permitido por mi licencia para escapar en caso de atropellamiento, así adoctrinados, los camioneros perciben los colores primarios de la vialidad bajo un enfoque distinto al del común de los mortales: el rojo significa adelante, el amarillo ordena acelerar y el verde es cuando se mueven los demás.
Para destacar su lado humanitario, basta con mencionar que al ver a un anciano esperando en la esquina, el camionero deduce que lo más sensato, para cuidar el corazón del viejo y no ponerlo en riesgo con el vértigo del viaje, es dejarlo ahí. Permitirle subir es poner en riesgo su salud, acto inadmisible si se aspira a una conciencia limpia y a una jornada libre de boletas de retraso.
La renta es la justificación del caos. Hay que sacar la renta del camión y para ello, el camionero se maneja en extremos desesperantes para el gusto del pasajero cotidiano, tan proclive a la comodidad. Para el pasajero eventual, en cambio, representan meras excentricidades del vulgo. El primer extremo es el complejo Fast and Furious, en alusión a los churros palomeros donde el papel principal lo ocupaba la pericia al volante. En esta vertiente el camionero se convierte en una especie de Superman capaz de superar la velocidad del sonido que hacen los semáforos peatonales para ciegos antes de llegar al cero. El ojo humano es incapaz de apreciar que sucedió primero, el brinco de amarillo a rojo o la ráfaga de fierro motorizado cruzando la esquina de la Acuña. El segundo extremo es el síndrome de Liebre y Tortuga, basta con reseñar que los camioneros pertenecientes a esta escuela de manejo, aceleran, frenan, aceleran, frenan, aceleran aceleran rebasan aceleran, frenan, frenan, se quedan parados, pasan cinco o quince minutos y comienzan a moverse a un milímetro por hora, luego, nuevamente aceleran aceleran, frenan, todo esto entre la subida y el descenso de su único pasajero. El tercer extremo es el principio de Cronos, más que una psicopatía, se trata de un arte místico heredado de generación en generación que permite a quien lo domina alargar el tiempo a su antojo de manera que entre el paso de un camión y otro puede transcurrir un segundo, una hora, incluso una vida.
Sustancias químicas mediante, el camionero puede identificar a sus pasajeros con atributos supra humanos como el oído receptor de frecuencias silbatinas, lamentablemente, los usuarios que no saben chiflar, se la pasan a esperar el siguiente transporte. Otra de las facultades supra humanas de estas heces, perdón, de estos ases del volante, es la disociación cerebral por medio de la cual, una parte de su cerebro se traslada al sistema motriz de algún insecto, casi siempre moscas, aunque también puede llegar a controlar las mentes de especies superiores como “el topo” o “la burra”, que mediante golpes sobre la lámina de la unidad, una forma primitiva de alfabeto Morse, alertan al operador que ha dejado un pasaje varado en la esquina.
Este espacio es limitadísimo para alcanzar a enumerar todas las virtudes, propiedades y rasgos de ese espécimen silvestre al que, para hacerlo asequible, hemos denominado camionero. Por último permítame ponerlo sobre aviso: si usted se topa con alguno, sujétese a su asiento, o aférrese al pasamanos con todas sus fuerzas; si es devoto, persígnese y rece, rece mucho, tenga en cuenta que no hay autoridad, credo ni advertencia que haya conseguido ponerle freno; si no es devoto pero en algún momento a reflexionado y concluido que después de la muerte está la nada o la misericordia, felicítese pues está a punto de salir de dudas; nunca está de más subir al camión ya cumplida la previsión del testamento; si lleva celular y va sentado, despídase de sus familiares y amigos mandando un mensaje en cadena, puede que no tenga oportunidad de hacer otra cosa; como última diligencia tome una sobredosis de analgésicos para hacer menos dolorosa su partida de este mundo, y sobre todo, no olvide disfrutar del viaje.