viernes, 6 de mayo de 2011

El milagro de la Inmaculada

La conversación comienza sin buscarla, junto a un árbol tan viejo como los que descansan a su sombra.
La primera pregunta es simple y la hacen ellos: ¿Cómo anda todo allá en la capital? La respuesta no satisface a los dos vecinos del municipio de Monte Escobedo.
Como si fuera el eco de un espejo la misma pregunta se formula en la dirección opuesta y esta vez la respuesta cambia.
“Acá todo está muy tranquilo” dice uno de los viejos, vestido con ropa sport, mientras el otro, enfundado en el aspecto del vaquero avejentado, apacienta las palabras que conformarán su narración.
La tranquilidad de este poblado no salió gratis; tuvo un costo y se pagó con sangre.
“Los acabamos, nos agarramos, hasta granadazos hubo”, dice con voz firme el adulto en plenitud con aspecto de deportista.
Fue en marzo del año pasado, apenas empezaban los problemas en el estado.
“Yo creo que por eso no han vuelto a pararse por aquí”, dice sin disimular el orgullo que le produce el sonidos de sus palabras.
—¿Pero venían bien armados, no?
—¿Y nosotros qué? ¿Peleamos con las puras uñas o qué?
No tiene empacho en decir que estuvo bueno el agarrón; la misma gente de aquí, afirma, los hizo huir.
“A huevo, de aquí a que nos lleguen los refuerzos, ya valimos”, sentencia.
Las risas del viejo sport esconden algo más que la verdad, y es que la autentica narración está por comenzar porque el otro vecino, el vaquero avejentado, se va acercando y de él va surgiendo otro relato, con una consistencia muy diferente.
“Toparon con policías federales y rurales de Jalisco”, suelta sin titubeos.
Recuerda que los Zetas llegaron en cinco camionetas de doble cabina, eran como 30, puro de Guerrero, chavos, entre 20 y 30 años.
“Venían muy aceleraditos, a nosotros nos esculcaron, a unos les quitaron el dinero a mí me quitaron la carterita”, narra el adulto en plenitud.
—¿La gente no se defendió entonces?
—No, aquí,  ¿quién les atora?
Luego de amedrentar a la población, a los Zetas les dio hambre y fueron por unos tacos.
Aún viajaba la tortilla a la boca cuando vieron a los federales.
“Ahí vienen estos perros”, dice que dijeron soltando el alimento para tomar el armamento.
“Y les tiraron pero nomás hirieron a uno (de los policías rurales), le dieron en la pierna y ese fue el que tumbó más viejos, estaba cabrón”, cuenta el viejo sport uniéndose a la narración.
Era una tarde de marzo y había gente en las calles. Se ocultaron donde pudieron, hasta debajo de los automotores estacionados en la calle. Uno de los vecinos, de abdomen prominente según cuentan los viejos, atinó a meterse debajo de una Datsun “chaparrita”, apenas cabía. Entre la gente que huía hubo algunos que se subieron a la camioneta, a ocultarse en la caja y el peso hizo lo demás.
“La mujer cuenta que su viejo llegó a la casa agarrándose la panza, creyó que le habían dado un balazo, pero iba así porque lo apachurraron”, cuenta como relatando una travesura.
La batalla duró apenas 20 minutos.
“Fue en la avenida principal, de la parroquia hacia la salda del pueblo”, señala delimitando el campo de tiro.
Una granada cayó a menos de 10 metros de donde se ocultaba un vecino. El susto fue mayúsculo pero el arma no explotó.
Desde entonces pa´ acá no ha habido movimiento en Monte Escobedo, no de ese tipo, Hace tres meses se robaron camionetas de una comunidad cercana y en Huejucar recientemente hubo un enfrentamiento con saldo de seis muertos.
“Aquí llegaron como 30 (Zetas) y se quedaron como 10”, dice el viejo vaquero.
Las autoridades cercaron la zona y levantaron las bolsas con los cuerpos.
Aquí termina el relato de los viejos, narración hecha a la sombra de un árbol una mañana de mayo.
La sombra de la cruz de la Parroquia de la Inmaculada Concepción también está presente y los viejos  le agradecen a la patrona del pueblo el favor de la tranquilidad que reina en el pueblo.
Es una sensación que se pagó con sangre y cierta dosis de fortuna, aunque ellos le llaman milagro al hecho de que coincidieran en Monte Escobedo, en una misma tarde de marzo, un grupo de sicarios y un contingente de bragados policías de Jalisco.

domingo, 17 de abril de 2011

El arte de comer perro

   Al  verlo, ahí enfrente, esperando a que comience la función, pienso que se trata de un trovador despistado que no recuerda dónde ha dejado recargada a su amiga de cuerdas y madera y con eso retrasa el inicio del concierto.
El cabello largo y en descuido no alcanza para disimular a la amplía frente que tiene en el armazón de los anteojos otra inútil manera de ocultarse.
La nariz es el primer gran aviso de la presencia de un espíritu crítico[1], es imposible imaginar que esa nariz chata pueda olfatear algo más que problemas.
Los ojos van de un lado a otro midiendo el terreno al que llegará su voz; siempre inquietos, siempre vivos, atisban, interrogan, crean grandes conspiraciones y, aún abiertos, sueñan conflagraciones.
Al verlo, sentado al centro de la mesa de presentación, espero que, de improviso, aparezca la amiga que ha acompañado en sus andanzas a los nombres ilustres del canto nuevo.
Las palabras llenan el recinto con los agradecimientos y alabanzas de rigor; las felicitaciones provienen lo mismo de la izquierda que de la derecha porque a final de cuentas quienes las pronuncian están unidos por un mismo eslabón: el ideal de lo socialmente responsable.
Apenas habla el artista invitado y las mentes en el público cambian de canal;  hay quienes se  desperezan y desesperan al instante; otros, que se agrandaban en sus asientos, se reducen al papel de meros espectadores; los que aparecían como las víctimas de una mañana aburrida de trabajo se convierten en devotos de un credo harto simple y a la vez complicado; es simple porque el exterior  del discurso que nos comparte Andrés Arturo, el trovador despistado y sin guitarra, tiene detalles socarrones no aptos para cualquier audiencia; es complicado porque las entrañas de sus palabras guardan la ferocidad de la razón meditada, asimilada y expuesta sin tapujos.
Dan ganas de hacer una casa de citas con sus frases:
“No es el crimen organizado el que más agrede a los periodistas, el crimen organizado es el que asesina; 7 de cada 10 agresiones contra periodistas provienen de la autoridad.”
“Hace unos meses en Tlaxcala, el alcalde de Apizaco sacó a golpes a un colega reportero, lo metió a la cárcel y todavía se metió a la celda a seguirlo golpeando. ¡Y nadie hace nada!”
“Hay un clima de impunidad que viene desde el estado.”
“Tienes que demostrar que la agresión que sufriste fue en el ejercicio de tus funciones, o sea que si a las dos de la mañana llega alguien a ejecutarme ya valí; no habrá investigación porque técnicamente no estaba ejerciendo como periodista. No podemos confiar en la Fiscalía[2].”
A uno se le abren mucho los ojos cuando escucha a Andrés Arturo. Como dice mi amigo Jorge Ortiz, es un verdadero alivio escuchar en boca de otro los propios pensamientos porque nos viene a confirmar que estamos en lo cierto, pero el alivio se convierte en placer cuando esas razones contenidas, por una u otra razón principalmente económica, en la caja de pandora que todos llevamos dentro son pronunciadas frente a las personas correctas.
Andrés Arturo habla y con toda la maldad de los virus su discurso se propaga por el organismo de quienes sin darnos cuenta ya estamos deseosos de comprar su libro: Manual de Autoprotección para Periodistas[3].
No puedo decir que su pensamiento sea original, mentiría si lo hago. Se trata de algo más importante, un pensamiento colectivo.
Las ideas que se expresan con originalidad corren el riesgo de caer en la retórica y de ahí a lo ininteligible solo hay un paso.
El pensamiento colectivo en cambio es como una artesanía producida en serie que posee la apariencia de lo común y está fabricada con la pasta de lo solidario. Es el ideario colectivo el que forma el espíritu del canto nuevo, la denuncia sin guardar otra forma que la del sentido común; la carga contra las imposiciones y las injusticias legalizadas y la pasión del intelecto para responder con razones a los insultos de quienes detentan el poder.
¿Y qué es la autoprotección para periodistas? Pues situar a ese personaje de la vida pública que anda por la calle grabadora en mano en un terreno hostil para el ejercicio de su oficio sin dejarle toda la chamba de cuidarlo a la buenaventura.
Los hostiles, de acuerdo con Andrés Arturo, se dividen en dos bandos: el primero lo integran los fundamentalistas organizados que el día que lo deseen pueden decapitar a un  periodista; el segundo, los totalitaristas elegidos por la vía del voto que el día que así les nazca pueden amedrentar a un periodista.
Pero las dificultades del periodismo comienzan desde casa, en el matrimonio por conveniencia que firman el empleado (el periodista o reportero) y el empleador (la empresa).
Andrés Arturo lo explica del modo siguiente: “Para la gran mayoría de las empresas de medios somos mercancías. Yo sé que no es fácil administrar un medio, pero las grandes empresas, las que generan grandes ingresos por publicidad, cuyos directores tienen escoltas y carros blindados, esos empresarios no les dan seguro de vida ni de gastos médicos a sus trabajadores. Nosotros tenemos que comprar las pilas de la grabadora y de la cámara, pagar los pasajes y los zapatos que gastamos.  ¿Cómo podemos pensar en el respaldo de los medios si no nos lo dan? Luego viene la amenaza: ni la hagas de pedo porque haya afuera hay cinco gueyes que por tres pesos quieren tu chamba. Y mientras más viejos, más vulnerables somos.
Un enemigo más intimo, más cercano y que respira al mismo tiempo que él, es el propio periodista: “Creemos que porque somos periodistas podemos llegar a charolerar a todo mundo, pasarnos el alto y doblegar  al agente. Hemos perdido de vista algo elemental: No somos ciudadanos especiales, no necesitamos ningún trato preferencial. El asesinato de un taxista debe investigarse exactamente igual que el de un periodista. No necesitamos que se federalicen los delitos contra los periodistas ni que se aumenten las penas. Se han cometido más de 80 asesinatos de periodistas de 2004 a la fecha, hay 14 colegas desaparecidos y se registran cada año 150 agresiones en contra reporteros y no hay nadie en la cárcel. ¿De qué sirve que se castigue con 70 años a los asesinos de un periodista si no los agarran, si lo que hay es impunidad? No somos especiales. A quienes les dijeron que somos el cuarto poder y se lo creyeron los engañaron vil y gachamente”.
Finalmente, Andrés Arturo resume el contenido de su libro en un pensamiento colectivo y práctico que ocupa, junto a los sueños clásicos del periodismo teórico, un lugar destacado en el top ten de los decálogos periodísticos: “Las balas también nos matan, las pedradas en las manifestaciones también nos pegan, ninguna nota vale la vida”.
Después de escuchar a Andrés Arturo Solís, autor del Manual de Autoprotección para Periodistas queda en la boca el sabor de aquel proverbio argentino de protesta que dice “las cosas se cuentan solas, sólo hay que saber mirar”[4].
Falta agregar que el trabajo del periodista es simplemente contar historias, tarea que exige, además de inteligencia y un estilo claro y preciso, una dosis exacta de valor.


[1] Digo esto siguiendo una idea de Carlyle de que los rasgos faciales reflejan las principales virtudes de las personas: La firmeza del mentón que sostiene la dureza de juicios de un individuo; la profundidad de sus cuevas oculares como explicación de la agudeza de sus observaciones.
[2] Habla aquí de la Fiscalía Especializada en la Atención a Delitos cometidos contra Periodistas de la Procuraduría General de la República y sus absurdos.
[3] Edición de autor costeada “sin el apoyo de ninguna asociación de periodistas”, según palabras de Andrés Arturo.
[4] Coplas a mi país a de Piero de Benedictis.