domingo, 5 de septiembre de 2010

Las Morismas de Bracho

Los colores inundan las calles. El ruido es, más que el de un desfile, el sonido de la guerra que se pasea frente a nuestros ojos con el orden patibulario de los batallones. Los primeros en marchar hacia su destino, la trinchera inexorable, son los niños. En la espalda cargan la que, seguramente, será su última comida. Los rostros severos, los pasos firmes, los brazos en tensión golpeando los tambores, el hombro de algunos cruzado por la correa del fusil, la diestra de otros formando un nudo que sujeta la hoja de acero. Hombres y mujeres participan del mismo destino. La Luna Roja y La Cruz Encarnada chochan en lo alto de las lomas. La sangre baja por las pendientes naturales del cuerpo, y luego, el licor escarlata de los muertos corre entre las piedras incendiando la hierba, adobando la tierra. Más de 400 años después la batalla termina con el rodar de una cabeza. El rey turco ha muerto. Los cristianos cruzados revolucionarios franceses han triunfado.

Eso es a grandes rasgos la celebración de las Morismas, tradición zacatecana que hace una amalgama de sucesos históricos que envidiaría cualquier promotor de uniones descabelladas: El martirio de Juan el Bautista; la guerra entre Carlomagno y Balán, el almirante pagano, y la batalla de Lepanto entre moros y cristianos.

Todo se reúne en la morisma. ¿Cómo? No lo sé. Pero es una representación cuyo primer registro oficial data de 1832 y en la que este año participaron 10 mil personas, sin contar a los que se apostaron en las calles para observar la recreación naval por vía terrestre del enfrentamiento que dio a Cervantes su otro nombre.

Las morismas de Bracho son devoción, espiritualidad, ebriedad, pleitos, tradición, bandas de guerra, comandantes a caballo, infantes en ponis y una mujer que, con un bebé sujeto al pecho, sube de rodillas hasta el punto más alto de las lomas.












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