He profesado amor a la palabra
desde que a los trece años halle una
carta sencilla y pura en mi mochila.
El ardor contenido en la misiva
era tan emotivo, permitía
oír el palpitar de la chiquilla
y su pequeña letra me entregaba
una caricia plena y espaciada.
Mi decisión de rechazar
el asilo termal de su cariño
me alejo de los hilos
de aquella tejedora de amuletos,
lingüísticos pertrechos,
desde los que atacaba mi templanza.
Mas, en la caja fuerte de mi almohada,
conserve aquella carta,
y aspire tantas veces con los ojos
el perfumado tono de la tinta,
que decidí emular aquel muestrario
de invocaciones tiernas y concisas.
Muy poco he mejorado desde entonces,
porque la vocación no es disciplina,
y la intención es vana sin talento.
Explicar lo escaso de mis logros
es acercar los ojos a las noches
que revelan el hilo de la sombra.
El poema, de repente, cobra vida,
respira, llora, juega y es mi sueño.
A veces he jurado abandonarlo,
hacer mi vida lejos,
lejos de sus alcances y potencias,
donde enfermo de cotidianidad pueda abolir
la distorsión de formas que ha puesto en mis sentidos.
Pero el poema, como un conocido ineludible,
sale de los rincones improbables,
es Eva en todas partes y el perfume
que exhala a todas horas es el mismo
de las invocaciones tiernas y concisas
hechas por una niña que aun vive en mi memoria.
Entonces me pregunto
si es verdad el amor
que digo profesar a la palabra,
o lo que escribo desde los trece años,
todos mis escritos lastimeros,
son respuestas febriles a una carta que nunca respondí.
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