martes, 14 de julio de 2009

El imitador

He profesado amor a la palabra

desde que a los trece años halle una

carta sencilla y pura en mi mochila.

El ardor contenido en la misiva

era tan emotivo, permitía

oír el palpitar de la chiquilla

y su pequeña letra me entregaba

una caricia plena y espaciada.

Mi decisión de rechazar

el asilo termal de su cariño

me alejo de los hilos

de aquella tejedora de amuletos,

lingüísticos pertrechos,

desde los que atacaba mi templanza.

Mas, en la caja fuerte de mi almohada,

conserve aquella carta,

y aspire tantas veces con los ojos

el perfumado tono de la tinta,

que decidí emular aquel muestrario

de invocaciones tiernas y concisas.

Muy poco he mejorado desde entonces,

porque la vocación no es disciplina,

y la intención es vana sin talento.

Explicar lo escaso de mis logros

es acercar los ojos a las noches

que revelan el hilo de la sombra.

El poema, de repente, cobra vida,

respira, llora, juega y es mi sueño.

A veces he jurado abandonarlo,

hacer mi vida lejos,

lejos de sus alcances y potencias,

donde enfermo de cotidianidad pueda abolir

la distorsión de formas que ha puesto en mis sentidos.

Pero el poema, como un conocido ineludible,

sale de los rincones improbables,

es Eva en todas partes y el perfume

que exhala a todas horas es el mismo

de las invocaciones tiernas y concisas

hechas por una niña que aun vive en mi memoria.

Entonces me pregunto

si es verdad el amor

que digo profesar a la palabra,

o lo que escribo desde los trece años,

todos mis escritos lastimeros,

son respuestas febriles a una carta que nunca respondí.

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