El tren aúlla a lo lejos,
con sus cargas oscuras,
con su paso inclemente.
La noche en la ventana,
un árbol la sostiene,
sus hojas se estremecen,
el viento frío las daña.
A la izquierda, debajo
de la noche y del árbol,
la luz de un arbotante
desgarra un par de sombras.
Los segundos no existen,
todos ellos han muerto
y con ellos se fueron
los minutos, las horas,
la esperanza del alba.
No hay cielo azul.
La risa de la nube se ha esfumado.
¿Quién puede, si no hay luna
señalar con un dedo
la tumba rocosa que ahora ocupa
el cielo protector?
Hay dos ruidos siniestros
en la habitación llana:
uno entra de la calle,
otro sale del pecho.
El primero se mueve
como animal herido,
el segundo se muere
de la forma en que el eco
se funde con la nada.
La noche es absoluta,
la luna no aparece
y el alma, siempre el alma
es la parte del cuerpo
que no sana y más duele.
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