martes, 1 de septiembre de 2009

Gracias por el agua

La risa que desfigura el rostro y regocija el alma y la capacidad de pensar antes de cometer el mismo error son atributos que distinguen a los seres humanos de los animales. Yo agregaría otro elemento distintivo: el agradecimiento, el reconocer la buena acción, el favor que nos hacen, es sencillamente invaluable. Ayer tuve la oportunidad de ejercitar esa virtud. Salí del café cuando la noche y la lluvia ya se habían combinado para ofrecer unas horas frescas y oscuras a esta ciudad levantada sobre polvo caliente. Al principio, me enfadó la idea de conducir sobre el pavimento mojado, tan proclive a accidentes.

Subí al carro, que es de todos ustedes, y tomé la calzada Colón. Las luces públicas destellaban sobre el arroyo vehicular, reflejadas en los charcos que se forman principalmente a junto al camellón. Temeroso de que las llantas patinaran no levanté el velocímetro más allá de los 60 kilómetros por hora y mi recompensa por tan cobarde acción no tardó en llegar. En el cruce con la avenida Matamoros, una camioneta se pasó el semáforo que, enojado, le pintaba el alto. Ese fue el primer gracias, muchas gracias de la noche, porque los charcos me habían convertido en esa especie de conductor que intentan forjar los maestros de las escuelas de manejo y las personas que examinan a los solicitantes de licencias tipo a, para automóviles particulares, el conductor cauto que respeta los límites de velocidad y maneja a la defensiva.

Luego, sobre el bulevar Independencia, me dieron ganas de fumar un cigarrillo, un mal hábito que reconozco y trato de dejar 500 o 600 veces al año. Aprovechando que en ese instante la lluvia era mínima, baje la ventanilla. Apenas había dado dos fumadas cuando un automovilista preocupado por la salud de mis pulmones pasó a toda velocidad, levantando una ola que me regaló momentos de frescura inolvidables, y apagó el rubor de mi tabaco. Gracias, muchas gracias.

Cuando llegue a mi barrio, que se llama El Tajito, La Fuente, La Lázaro Cárdenas, da igual, en todos lados el barrio hace agua, pensé contemplar una hermosa región de lagos. El líquido estancado en las calles le daba un toque campestre que tanta falta le hace a mi querido barrio. Debo reconocer que tuve miedo, pesimista como es uno. Por un momento contemplé la posibilidad de que se mojaran los cables del motor. Me veía empujando mi carro con los pantalones arremangados y la falta de aliento característica de los fumadores.

No podía estar más equivocado, fue, y no temó otorgarle ese adjetivo, una experiencia placentera, al entrar al agua, me imagine como un aventurero a bordo de una lancha de motor avanzando hacia el horizonte, ese lugar donde el cielo se funde con el mar de manera que uno no sabe donde empieza uno y donde acaba el otro. Gracias, pensé emocionado, muchas gracias. Como todo lo bueno, esa fantasía terminó un par de cuadras después.

Estaba a punto de llegar a mi casa, que es la suya también, cuando mi peor temor se hizo realidad, al intentar aplicar los frenos, las llantas patinaron, ya me veía arriba del cordón, con el cofre impactado en un árbol o en un poste de luz, la cabeza sangrante después de impactarme con el parabrisas, entonces lo increíble sucedió.

Como algunos peces que se valen del camuflaje y la paciencia para alimentarse, un pozo en el pavimento, disimulado por una capa de agua, se tragó una de las llantas, deteniendo al instante el rumbo de colisión de mi auto. Otra vez dije gracias, muchas gracias, a todos los gobiernos que han dejado para después la construcción de un drenaje pluvial en mi Torreón. Solamente espero que alguno de ellos me responda un día, no hay de queso, nomás de papa.

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