Tan simple, tan sencillo, es el río de las cosas;
ese caudal fugaz donde se juntan los ramales sin fin de la memoria.
Hoy, por ejemplo, recordé aquel guamúchil a la entrada de mi casa;
su olor de vaina fresca, sus frutos como mejillas de una quinceañera.
Luego, ese custodio maduró de más, se hizo viejo y un buen día, se convirtió en cenizas.
Mi primer perro ladraba, comía, dormía;
vivía para reír con su colita, llorar con su colita;
era un cola suelta, y, cuando llegaba con el rabo entre las patas, un hipócrita adorable.
Luego, fue variando sus costumbres:
cambió el paso veloz por un rengueo;
engordó un poco, mucho, demasiado;
hasta que se durmió en un sueño perfecto.
Tan simple es la vida de las cosas:
amanecer, atardecer, anochecer,
amontonar luz sobre luz, sombra sobre luz y sombra sobre sombra.
Ahora que he perdido vitaminas, el gusto por el sueño,
y dedico mis ratos de ocio a derivar conclusiones minúsculas,
estoy cercano a convertirme en mi propio recuerdo.
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