miércoles, 2 de diciembre de 2009

Visitas decembrinas

Cuando era niño, navidad significaba mover los muebles de la sala para acomodar el marchito árbol de ramas grises por la edad, y colgarle esferas de hilo rojo, cartones con la rechoncha imagen de Santa Claus, hombres de nieve y algunos renos y angelitos. Echábamos al suelo un par de bolsas de heno y en el centro de ese valle temporal, con lago de papel aluminio incluido, colocábamos el pesebre. Un hombre y una mujer daban la bienvenida al mundo a un bebé enorme de cabellos negros peinados hacia atrás. Ni mi hermano ni yo queríamos tocar la figura antropomorfa, con cuernos y cola, diabólicamente erguida, que no se molestaba en disimular su infelicidad por aquel nacimiento. Mis personajes favoritos eran los reyes magos, hoy, me resulta prácticamente imposible, ubicar el momento en que empecé a llamarlos “Malechor, Gaspior y Vaaasaltar”.
Los regalos surgían de sorpresa, de un momento a otro crecían como si la semilla de un carrito o de un robot hubiera estado sembrada todo el tiempo bajo el pino cruzado por la titilante enredadera de la serie navideña. Cuando llegaba la hora del rosario, mi hermano y yo nos escabullíamos hacia la recamara para observar los cuentos televisados que se transmitían en horario estelar en canal cinco, sí aquel del gato GC. Hoy comprendo que eran adaptaciones fieles de los textos de Andersen y de los Grimm, y me es fácil explicar el nudo en mi pecho al observar la mala fortuna de la sirenita convertida en espuma de mar, varios años antes del vivieron felices para siempre instaurado por Disney en el imaginario infantil.
Terminada la sesión televisiva, regresábamos a la sala justo a tiempo para quemar los aromas de plácido olor. Besar la frente del niño Dios, servido en un plato largo y redondo, nos permitía tomar un racimo de lunetas y extender la mano libre para asir el bolo con chocolates, caramelos, galletas, bombones y un relleno mayoritario de cacahuates. La colación es un buen referente del empeoramiento en la calidad de vida de los hogares, por magia del ajuste en los gastos los cacahuates se convirtieron en palomitas, las palomitas en chetos y los chocolates en manteca de cocoa.
Ya a mis tiernos 14 años, un viaje al pueblo de mis abuelos, enclavado a 30 minutos de Cuautla, municipio morelense, me dio la oportunidad de atestiguar otra forma de celebrar la navidad. Aquí, les decimos posadas, allá, arrulladitas. Kirie eleyson, cantábamos en comitiva con un tono que no he vuelto a escuchar en ningún año de mi vida, mientras caminábamos de hogar en hogar, entrando en moradas hospitalarias, donde nos esperaba un plato de pozole blanco, o la ración de tamal bola, manteca cocida antes de embarrarse en una hoja de maíz sin recortar, como si todavía trajera dentro la mazorca. Los bolos eran bolsas pequeñas de galletas de animalitos para sumergir en el café de olla, bebida doblemente dulce.
La alegría, es una constante universal de estas fiestas. Aún recuerdo la emoción de Patricia, mi prima, que me apremiaba para echar el botín en el morral y trasladarnos hacia el siguiente patio habilitado como posada. Hoy, mi prima vive en Los Ángeles esquina con California, al otro lado de la apancle del río Bravo, en ese ejido industrial magnificado donde las barras y las estrellas ondean como los sueños.
Quisiera recuperar aquello, no me gusta llamarlo recuerdo, porque las tierras de la memoria, fértiles al principio, se convierten en suelo estéril a fuerza de ararlas una y otra vez. Esta navidad, espero ser feliz, aunque no lo merezco. A lo largo del año he cometido varios errores no forzados, por emplear un término sacado del argot tenístico. He pecado de pensamiento, palabra, obra y omisión, también por comisión, y siempre encuentro forma de justificarme. Eso es más sencillo que verse en el espejo. No sé necesita ser un Scrooge para recibir visitas espectrales. En la víspera de navidad, sesionará el Tribunal del Pasado y escucharé una fuerte reprimenda de su juez más severa: la conciencia; luego, vendrá el presente cargando un costal lleno de necesidades automáticas cuya satisfacción requiere expandir los límites de la propia moral; al final, me concentraré en el vacio futuro, con su aspecto de muerte, riguroso en su predicción de lápida y olvido. Si sobrevivo a los tres jinetes navideños de Dickens, prometo que a partir de enero, seré un niño bueno.

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