miércoles, 27 de enero de 2010

Los camiones y otras montañas rusas

Una mañana ya lejana, mi hermano y yo abordamos un carrito de metal que formaba parte de un gusano no apto para menores de un metro con 40 centímetros. Con la ayuda de una cadena que lo jalaba, el férreo gusano, cargado con el peso de infantes y adultos, subía una cuesta pronunciada. La escalada mecánica dejaba observar el techo verde y mágico de Chapultepec. En lo alto de la curva se alzaba un letrero que decía: Favor de no sacar las manos fuera del carro. Terminé de leer el mensaje justo a tiempo, antes de entrar al vértigo de una caída libre monumental, con ráfagas de hasta 200 kilómetros por hora. Los gritos apagados por la velocidad eran la mejor prueba de la emoción de un estatismo del cuerpo sometido a curvas y cuestas dinámicas que explotaban en la medida de lo humanamente soportable, tres o cuatro minutos de frenético recorrido. Terminado el vertiginoso trance, fui víctima del síndrome de la Montaña Rusa, acabé con el cerebro en el estomago y con el órgano digestivo en el sitio de los pensamientos. Como no quería irme a la casa con popó en la cabeza, tuve que subirme de nuevo al juego mecánico para devolver cada cosa a su lugar.
Años después una amiga me preguntó si ya había ido a una de las ferias tradicionales de La Laguna, su plan le funcionó inmediatamente pues, aunque no tenía ganas de ir, la invité en seguida. Desde la entrada se alcanzaba a distinguir un pequeño cerro que se vendía como Montaña Rusa, así que le saque la vuelta. Después del “ratón loco”, el “martillo” y otros tantos aparatos promotores del vértigo moderado, mi compañera y yo nos animamos a subir en el trenecito, como de Bosque Venustiano Carranza, del pequeño cerro. La curva ascendente prometía alguna emoción, no había letrero de advertencia. Dos minutos después terminó el paseo. Tranquilos, relajados, descendimos del armatoste, a mí me dieron ganas de cenar, ella aceptó, hacía frío. Como si fuera necesario expresarlo, ella dijo: ¿qué chafa, no? En mi papel de juez severo comenté: un San Joaquín va más rápido que esa cosa.
Y no era broma, desde que mi madre me despertaba para ir a la escuela, he abordado cientos de veces los autobuses de la línea San Joaquín. Con el paso del tiempo también conocí los andares de otras rutas urbanas como Campo Alianza, Ruta Sur verde y amarilla, Ruta Norte, Jacarandas y las naves interdimensionales, a últimas fechas metropolitanas, aglutinadas en el término genérico de Torreón-Gómez-Lerdo.
En la ruta San Joaquín, había un chofer que se hizo dueño de una franja de mi memoria. Nunca supe su nombre, pero sus facciones cadavéricas, los ojos inyectados con llamas, la frente pequeña, el pelo aplastado, se conservan intactas en el recuerdo, englobadas en el rojo apodo de “el Diablo”.
Con temor conductual abordaba la vieja unidad de ese notable personaje. El camión tenía un piso de lámina lleno de remaches. Los asientos eran unas colchonetas negrísimas que mostraban sus entrañas de esponja. Incluso había agujeros en el suelo y se alcanzaba a observar lo que creo, era el árbol de levas del transporte. Una que otra vez, el humo que, supongo, debía salir por el escape, formaba una nube en el interior del autobús, como si todos los pasajeros fuéramos fumadores compulsivos de diesel. Apenas le entregaba los cincuenta centavos, y al segundo siguiente ya estaba hasta el fondo del autobús impulsado por la velocidad con la que “el Diablo” se arrancaba. Si conseguía acomodar mi estudiantil humanidad en algún asiento, había un tormento al acecho, el de los bordos. Es increíble que desde aquellos años los mismos bordos persistan, como los vecinos de siempre.
Al dar una vuelta sin precaución, el chofer nos movía de allá para acá sin consideración alguna, pero lo más terrible era pasar a gran velocidad los bordos más bestiales que pudo concebir la imaginación de sus creadores, rampas de vuelo que levantaban los traseros de los pasajeros al menos cinco centímetros sobre el nivel del asiento y que provocaban el grito unánime y enfurecido: “No somos vacas”.
Un día, al descender del camión para ir a la primaria, vi una bola de gente a mitad de la calle. Eran 20 personas más o menos formando un círculo curioso, todas mirando al suelo, mientras a unos metros un camión permanecía detenido, como un elefante verdiblanco sin fuerza motriz, mero cascarón sin vida. Mi mente infantil no atinó a comprender qué pasaba. Crucé la avenida 20 de Noviembre y entré a la escuela. La maestra Esperanza estaba triste, se notaba que tenía ganas de llorar y no nos decía que abriéramos el libro o mostráramos la tarea. Antes de que dijera algo nos sacaron al patio, aunque no era lunes ni día festivo, y por tanto, no había acto cívico. El director Miguel Ángel tomó el micrófono y en lugar de entonar el himno nacional, nos dijo que un compañero acababa de sufrir un accidente. Nos pidió que tuviéramos cuidado al cruzar la calle, que viéramos hacia los lados. Al parecer, a escasos metros de la puerta, el niño soltó la mano de la abuelita y saltó al pavimento como un pastor corriendo a su Belén sin imaginar que ese mismo día lo iban a velar. La imagen fue tomando consistencia, el grupo de gente, las miradas fijas en la materia inerte embarrada en el suelo, el autobús que no era ningún elefante inofensivo sino un arma homicida. Es una lástima que 20 años después “el Diablo” siga entre nosotros. (Continuará…)

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