miércoles, 21 de abril de 2010

Lectura y locura (Segunda parte)

Imaginemos que hacer literatura es recorrer una brecha nevada que conduce a la cima de una montaña mágica. Esa brecha ha sido recorrida infinidad de veces por un número también indefinido de alpinistas, algunos de ellos auténticos colosos que han dejado sus huellas como indicando la ruta a seguir. Los que empezamos a hollar la brecha somos como niños que juegan a llenar los zapatos de Pie Grande. Vamos dejando sobre el sendero blanco pisadas ligeras, torpes, desorientadas, que incluso vuelven sobre sus pasos al darse cuenta de que el viento más suave las borra fácilmente. Conforme logramos avanzar, nuestras huellas van ganando peso y longitud, adquirimos de a poco la experiencia del rastreador, aprendemos a reconocer las pisadas duraderas distinguiendo su contorno y profundidad con la esperanza de que un día nuestra marca sea tan honda y expansiva como la de aquellos colosos que nos precedieron. Si bien el ascenso es el mismo para todos, los felices finales de la travesía son muy distintos, aunque guardan ciertas similitudes. Un buen número de excursionistas se aburre luego de permanecer cierto tiempo en la montaña, diversos factores como el cansancio o la falta de oxigeno contribuyen a volverlos descuidados y no tarda en aparecer la desesperación que los invita a saltar de una piedra a otra sin las debidas precauciones, piensan que de esa forma avanzarán más rápido y se dan cuenta de su error cuando ya la gravedad los empuja hacia abajo, hacia una red de piedras afiladas, nada que valga la pena contar a los amigos. Otro grupo es el de aquellos que terminan congelados en algún punto de la escalada, con sus cuerpos contraídos como fetos de roca, vencidos por el frío de la intemperie que ha sustraído hasta el calor de sus células. Los últimos destellos de su esfuerzo transcurren dentro de una mezcla líquida de oscuridad y claridad, reveladora como la combinación del metol y la hidroquinona. Ese coctel de contrastes les permite descubrir en el negativo de sus vidas como las críticas ventiscas, con su hielo y su malignidad, eran en realidad señales de advertencia que, simples mortales incapaces de ver más allá de su narcisismo, desatendieron una y otra vez. ¡Son tantos los obstáculos que de un momento a otro aparecen! Los aspirantes de montañero más sensatos simplemente dan la vuelta y regresan a casa a recuperar sus vidas, su salud mental y hacer algo de dinero, sin dejar otro testimonio que el fracaso anónimo. Cada intentona falta de talento, disciplina o suerte, contribuye a mantener visible el sendero trillado que se torna agreste y sin marcas evidentes cuando comienzan las verdaderas complicaciones, las que ponen a prueba el talante, las condiciones y sobre todo la honestidad del aventurero.
Un escaso número de exploradores sobrevive o mejor dicho supera las fatigas, se sobrepone a la enfermedad, conserva pues en la bolsa del corazón el calor suficiente para acceder a la cima de esa montaña mágica donde cuenta la leyenda que la roca ya no es roca, sino cielo, y la vista no es la vista de nuestros ojos sino la visión de Dios, entendido como el gran arquitecto, un Borges cualquiera, el Maradona o Messi de las letras, la perfección de un estilo.
El peor enemigo del aprendiz de escritor no es ni la pobreza de recursos, ni el bloqueo mental ni la carestía de cigarros. En la competencia por la estatuilla para el mejor villano el escepticismo lleva todas las de ganar. Ese descreer en lo que uno hace y deshace, el martilleo de la duda en cada letra, silaba, palabra, puntos y comas sin otro respaldo que el propio aliento, el propio aliento que acarrea el tufo malhechor de un ritmo irregular, un ritmo irregular que se vale de chapuzas literarias, llámense licencias, llámense figuras, para infundir en el texto vida artificial, vida artificial que aparece en nuestra cotidianidad como los golems, sólo que en vez de hechicería es técnica, técnica de los ritmos, preceptiva literaria, la que anima y mueve esa creación sin alma, no el misticismo de la perspectiva poética, autentica ciencia de la vida entendida como asociación de carne y espíritu, la voz de dios y la voz del diablo soplando la copa del árbol del conocimiento, uno para tirar los frutos y acelerar su muerte, el otro, para esparcir la semilla en todas direcciones.
Quisiera compartir con ustedes muchas cosas, pero a últimas fechas las palabras “yo” y “mío” no me dicen nada, no encuentro razón de peso ni causa definitiva que las justifique. Lo mío es mío y lo tuyo, tuyo; mi yo que piensa, mi yo que siente, mi yo que es mío; si esto fuera una borrachera esas frases serían el equivalente a vasos vacíos, no les encuentro sentido ni razón, solamente debilidades, el egotismo y sus ramales diversificando la capacidad de auto elogiarse, auto censurarse, auto afligirse, auto motivarse, de andar en auto móvil y auto inerte a cada rato, cada día, toda una vida, y sin arrepentirse, al final de la singladura, de otra cosa que no sea haber desperdiciado tanto tiempo en los demás. Nada es de nadie, la poesía pertenece a quien la necesita, mis palabras solamente son una forma de decir: se ha escrito algo, ¿es bello o no?, qué importa. Si una obra es horrible, los horribles gustarán de ella, se reconocerán a sí mismos en ella, la amarán y el nombre del autor, en cursivas bajo el título, poco o nada tendrá que ver con ese proceso; si la obra es sublime, apenas dos o tres personas serán capaces de afirmar: la comprendo a cabalidad, y el autor honesto no podrá menos que omitir cualquier comentario público sobre aquellas personas a las que íntimamente considera prepotentes y falsas. Tampoco encuentro provecho alguno en hablarles de “mi experiencia”, de lo que “yo viví”. Apenas soy capaz de balbucir aproximaciones cuya intención es relatar “una experiencia”, “algo que se vivió”. El único compromiso que acepto es el de hacer este trance lo más llevadero posible.

No hay comentarios:

Publicar un comentario