jueves, 22 de abril de 2010

Lectura y locura (Tercera parte)

Así como un ladrón o un político se perfila desde temprana edad para comparecer ante el tribunal de justicia o ante el congreso de representantes, el niño que fui y del que aún conservo ciertos rasgos como el nombre o memorias cada día más escazas, descubrió el mundo de las letras a través de un género tan divertido como carente de profundidad: las historietas. Simón Simonero, Video Risa, Karmatron y los Transformables, títulos que en su momento constituyeron un paraíso recurrente en el imaginario infantil de este relator de ocasión, por paraíso quiero decir que la imaginación comenzaba a piar. ¿Cómo no maravillarse ante un personaje bautizado en la pila del sarcasmo con el nombre inefable de Cácaro Churromayor? Recuerdo vagamente un par de ejemplares de Video Risa: El Auto Inservible (parodia del Auto Increíble) y El Chichicuilote Vengador (parodia de Batman). Un primer acercamiento con las metáforas proviene de esas páginas. Cuando los escritores querían representar el mal estomacal de un personaje el globo de diálogo mencionaba que era víctima del retortijon aguacatoso; cuando querían subrayar que el héroe golpeaba con fuerza superlativa la mandíbula de varios enemigos explicaban que había hecho un rompedero de océanos.
Mi padre, que en paz trabaje, era partidario de otro tipo de literatura barata: las revistas de Sensacional de Traileros, Sensacional de Luchadores y demás publicaciones igual de sensacionales entre las que se colaban números de El Libro Vaquero y El Libro Semanal, la favorita de mi madre. Relatos de machos al volante y gallardos enmascarados dedicados a salvar hermosas mujeres con caderas alucinantes y cinturas imposibles; westerns de bolsillo que se inspiraban, lo supe cuando ya tenía recorridos muchos kilómetros de celuloide, en los afanes justicieros y las tropelías de John Wayne, Lee van Cleef, Burt Lancaster; aventuras amorosas en las que el engaño, la diferencia de clases, los compromisos sociales y demás inconvenientes ponían a prueba el amor de los protagonistas. A la distancia resulta inútil dilucidar qué maquinación del hado, qué error de juicio de mi padre, qué oferta temporal en el local de Revistas Arturo, lo hizo llevar hasta la mesa del hogar varios números de una historieta sin héroes extraídos de la arena o de la cabina de un Dina doble caja: Joyas de la Literatura. Lo increíble de esa publicación es que bastaban 35, quizá 40 páginas ilustradas, para que Dante recorriera el camino desde la puerta donde se abandona toda esperanza, hasta la visión de Dios. Además del florentino, Víctor Hugo, Alejandro Dumas, Edgar Allan Poe, Teófilo Gautier, eran otros autores resumidos con una economía desmedida, más parca que la muerte instantánea.
Esas lecturas me subyugaron antes de cruzar el umbral de los diez años. En ese periodo leí mi primer libro, el único libro que tengo la certeza de haber agotado antes de los 13 años, una antología con el título de: Las cien mejores poesías de amor. El embeleso se hacía notar desde el retrato de una rosa en la portada. Ofrezco la siguiente prueba: con motivo de un diez de mayo en la Primaria Activo 20-30, la maestra Lupita organizó la representación de “El brindis del bohemio”, texto que conocía por la citada antología. No me sorprendí cuando me dieron el papel de Arturo, poeta puro de noble corazón y gran cabeza. Debo reconocer que gustosamente habría alzado mi copa por Europa.
El siguiente descubrimiento fue consecuencia de aquella novísima adicción a las letras. Todavía en la primaria, mi hermano, tres años mayor y a la sazón estudiante de secundaria, dejó a la vista su texto de español. Era un libro hecho con los materiales más nobles que pueden encontrarse: el papel revolución raspaba las huellas dactilares despojándome de mi identidad al darle vuelta a las páginas; la tinta negra configuraba sobre las hojas estampidas de signos que recorrían las más de 200 llanuras de contenido revisado y actualizado; rostros desconocidos custodiaban columnas de letras que, luego entendí, eran estrofas conformadas por versos, versos terribles que ni la exposición cotidiana al televisor ha podido curar:
“…goza cuello, cabello, labio y frente,
antes que lo que fue en tu edad dorada
oro, lilio, clavel, cristal luciente,
no sólo en plata o vïola troncada
se vuelva, mas tú y ello juntamente
en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.”

Fragmento del soneto Mientras por competir con tu cabello de Luis de Góngora

Y tu sombra
Fina y lánguida,
Y mi sombra
Por los rayos de la luna proyectadas,
Sobre las arenas tristes
De la senda se juntaban,
Y eran una,
Y eran una,
Y eran una sola sombra larga
Y eran una sola sombra larga
Y eran una sola sombra larga...

Fragmento del Nocturno III de José Asunción Silva

Me trajo Mara Mori
un par de calcetines,
que tejió con sus manos de pastora,
dos calcetines suaves como liebres.
En ellos metí los pies
como en dos estuches
tejidos con hebras del
crepúsculo y pellejos de ovejas.

Fragmento de la Oda a los calcetines de Pablo Neruda

Después de leer esos poemas la suerte estaba echada, la imaginación extendió sus alas y comenzó a cantar.

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