domingo, 18 de abril de 2010

Lectura y locura (Primera parte)

El espíritu es un globo terráqueo; la superficie de sus regiones habitables, lista para el arado, brilla de un modo uniforme; tiene montañas significando las alturas que podemos alcanzar, y sus nubes son una invitación permanente a convertirnos en pájaros. Las noches del espíritu nos muestran el espectáculo de una bóveda infinita, el universo creado más allá de su propia conciencia. Las horas de luz representan la acción, el trabajo aplicado, la tarea primigenia de conocer y conceptualizar lo que nos rodea.
Una franja del espíritu pertenece a la memoria, el rompecabezas de los fantasmas personales, campo de tumbas abiertas donde yace la descomposición de los días, restos palpables, polvo enamorado. Otra extensión de tierra constituye el feudo de la razón. Sus provincias principales son la deducción, la inducción, la inferencia, procesos cognitivos que sustituyen a los juegos de la infancia. Memoria y razón, superficies limitadas, puertos seguros rodeados de vastos océanos cuya insondable profundidad nos asusta a tal grado que preferimos construir barcazas para flotar por encima de su nivel, antes que zambullirnos en sus aguas. Del mismo modo, sabemos que el espíritu tiene un centro, pero no somos capaces de afrontar el trabajo, digno de las hazañas impuestas por Euristeo a Heracles, de asomarnos a ese corazón capaz de sufrir y de gozar, y cuyas palpitaciones más fuertes engendran terremotos, tsunamis, fenómenos impredecibles, devastaciones ejemplares del ánimo que invitan a reflexionar, deprimirse y ¿por qué no? gozar del espectáculo.
El centro del globo espiritual está rodeado por diversas capas de materiales y en esos estratos se forman cavidades que almacenan dos sustancias capitales y no renovables: la imaginación y la voluntad. La imaginación es líquido claro y bondadoso, lo que también quiere decir fecundo, elemento cuya influencia llega a la superficie y al entrar en contacto con cualquier semilla produce flora y fauna, por mencionar dos ejemplos innumerables. La voluntad es negro combustible, gruesos conductos lo conducen hasta la cima de una torre de excavación con destino a los hornos diseñados para extraer su energía. Una vez depositado en la base de los cuartos de calderas, sus manifestaciones principales son el humo y las cenizas que escapan de largas chimeneas anunciando, como campanas oscilantes, por un lado, progreso y por el otro, destrucción.
Llegados a este punto, dejemos de lado la descripción terráquea del espíritu y ocupémonos del proceso creativo, pues hemos dado con las piedras angulares que sostienen las obras del creador, las zarzas ardientes que inauguran el camino del profeta, a partir de ahí todo será edificar y predicar.
La imaginación es el grillete que nos mantiene largo rato, ya sea sentados o de pie, contemplando aquellas obras que conmueven, estremecen o reconstruyen nuestro entendimiento a fuerza de abofetearnos el alma con sus dones. La segunda es la capacidad para idear un mundo aparte y poblarlo, pero no con piedras corrientes y animales obtusos, sino con entidades dotadas de una singularidad extraordinaria (el mineral valioso en su escasez o en su capacidad de producir calor; el cuadrúpedo hábil en la obtención de su alimento y a su vez proveedor de sangre caliente para otras especies), conceptos partidarios de la precisión y de los limites. “Será para mí como un dios quien pueda dividir y definir rectamente” decía Platón. La tarea de crear universos tangibles como la percepción, infinitos como la conjetura, requiere deificas cantidades de imaginación y voluntad. No estamos hechos para la eternidad pero la mezcla de esas dos facultades da pie a lugares comunes como el David de Miguel Ángel, la Divina Comedia de Dante, Los Zapatos Viejos de Van Gogh, la Quinta Sinfonía de Beethoven, moldes perfectos, irrepetibles. Los practicantes de tal o cual arte, tarde que temprano ponen la mira en superar lo precedente, anhelan un lugar dentro del escaparate de los grandes creadores; sin embargo, no tardan en darse cuenta de que adjetivos como ingenuo y desproporcionado calzan muy bien con su propósito.

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