martes, 27 de abril de 2010

Lectura y locura (Cuarta parte)

En la secundaria las palabras caían como la gota categórica de Velarde, una cada cierto tiempo, nunca juntas y en su mayoría eran vertidas con el objetivo fundamental de conquistar a una
muchacha. Ejemplo:

El dinero va y viene / el amor se detiene / donde existen dos almas confundidas.

Sean comprensivos con estos versos, si los comparto es con un fin meramente expositivo, fueron escritos para una niña que conocí durante unas vacaciones en el recóndito pueblo morelense de mis abuelos. Ella tenía once años, rostro circular y moreno, pelo recogido, cejas espesas, ojos oscuros como cuevas que guardan el tesoro del sosiego, sonrisa elemental como arco lumínico de la epifanía. Cuando nos despedimos le entregue un quisiera-llamarlo-poema redactado con lápiz en la hoja de un block taquigráfico. Luego me subí a la caja de la camioneta; el vehículo la fue empequeñeciendo y mientras su expresión se tornaba ilegible, mientras su adiós aumentaba la necesidad de juntar nuestras manos, abrazarnos y compartir alientos, supe que siempre la amaría, mi pequeña morena cuyo nombre he perdido, seguro lo recordaré de un momento a otro, mi pequeña que llevaba en la piel la fuerza del sol sobre los campos de flor de calabaza, la aspereza de suelo de las calles rurales, la fresca pureza de los ojos de agua, qué tonto fui, nunca le pregunté si sabía leer. Esa duda me atormentó en el trayecto hasta la central camionera de Cuautla y el martirio se prolongó más de 19 días y 500 noches. Qué injusta es la memoria, el nombre de mi pequeña amiga se materializa en el sueño, se difumina en la vigilia y en su lugar persiste la duda enfermiza que empaña su recuerdo.
Hoy día, sigo escalando la montaña mágica del quehacer literario. En el camino me he detenido muchas veces a contemplar las huellas de colosos como Hesse, Dante, Borges, Shakespeare, Neruda, Dostoievski, Sabato, Vargas Llosa, tantos, tantos y a la vez tan pocos. Cuando empecé a escalar formaba parte de una expedición de cuatro boy scouts. Pensaba que ese grupo unido con el pegamento de la amistad y el gusto por la poesía era indivisible. La vida se encargó de corregirme. Ahora soy el único que persiste en sus afanes. La cima está lejana, comienzo a sospechar que la existencia de cualquier cima no es otra cosa que una fantástica mentira, un cuento para hipnotizar a niños crédulos y mantenerlos callados durante un viaje en tren. Alzo la vista, sólo distingo mi ceguera de nubes omnipresentes, de ventiscas tronantes. Mi cuerpo hace tiempo que dejó de sentir frío, no supe cuando ocurrió tal prodigio, tampoco importa mucho. Avanzo, creo avanzar, creo que sigo ascendiendo, confío mi destino a la voluntad, palanca intangible que puesta sobre la base de la imaginación pretende mover, o en este caso escalar, una piedra inverosímil, una montaña mágica. De cuando en cuando encuentro un rastro y eso me anima. La última huella perceptible, tan honda y prematura como su muerte por insuficiencia hepática dice: Roberto Bolaño was here. Apenas ayer recogí el campamento tendido alrededor de sus detectives salvajes. No sin angustia retomo el paso, como peregrino perdido en algún punto del laberinto sin orillas, el desierto para mayores señas. Entre todas las ideas que retumban en mi cabeza amoratada, distingo una pregunta del buen Jaime, ¿por qué escribes? Una voz pequeñita, distinta a la mía ¿o es la mía?, ¿soy yo este que desconfía del yo y del mío?, no lo sé, no lo sé, pero la voz diminuta… ¿Qué dice?, ¿quién?, ¿Jaime?, no, la vocecita, ah, responde: Escribo porque leo, no encuentro, ni busco, ni quiero, otra respuesta.

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